JUAN JOSÉ FERRO DE HAZ
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Artículos

 

RESEÑAS DE LIBROS


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06/2001

LA SOCIEDAD MULTIÉTNICA. PLURALISMO, MULTICULTURALISMO Y EXTRANJEROS.


Autor: Giovanni Sartori, Taurus, 2001.


En este breve ensayo que comentamos, Giovanni Sartori va directamente al grano sobre uno de los problemas mas actuales de nuestro tiempo, y desde el mismo primer capítulo enuncia la pregunta que va a vertebrar toda la exposición del libro y que afrontará desde diferentes ópticas: La sociedad abierta: ¿hasta que punto abierta?

Como bien es sabido, uno de los pilares fundamentales de las democracias liberales es el pluralismo. Pero éste no sólo alude, como quizás algunos piensen en su sentido mas elemental a la mera existencia de partidos políticos que garantizan la pluralidad y diversificación del poder, el control sistemático del mismo desde la oposición y la prensa, y la alternancia de los partidos en el gobierno según el voto libre de sus ciudadanos. Sino que el pluralismo va mas allá cuando se afianza en la diversidad, la tolerancia y el disenso en la opinión de sus ciudadanos como valores propios que enriquecen al individuo y también a la sociedad a la que pertenecen. Sin embargo, estos valores que se enmarcan en la libertad de expresión de cada cuál para defender sus convicciones e intereses, no pueden dimitir de un principio básico que lo sustenta: el reconocimiento recíproco de sus conciudadanos como sus iguales ante la ley. O lo que es lo mismo, que sólo la igualdad de todos ante la ley –incluyendo a quiénes la dictan- es la garantía de que no existan privilegios de unos grupos sobre otros y de que todos sean iguales en sus derechos y deberes. Y no cabe duda de que si existe algún término sacralizado y desvirtuado en las sociedades democráticas es el de ‘derechos’, que muchos esgrimen como si de prerrogativas personales se tratara, y al amparo de las leyes con excesiva frecuencia.

Algo similar sucede con otra palabra que ha sido trivializada hasta límites alarmantes y está muy vinculada al significado de pluralismo. Me refiero a la tan cacareada ‘tolerancia’. Y como se encarga de aclararnos el autor, si bien el pluralismo afirma la variedad contra la uniformidad, el cambio contra el inmovilismo y todo esto presupone la tolerancia como valor; la tolerancia, en cambio no presupone indiferencia ni relativismo como muchos piensan, y quién tolera no deja de tener creencias y principios propios que considera verdaderos, aunque conceda que los otros tengan “creencias equivocadas”. Sin embargo, lo más importante a puntualizar es que la tolerancia nunca puede ser algo ilimitado. Y aunque este razonamiento parezca obvio y se explique por sí solo -ser tolerantes o indiferentes ante cualquier tipo de atropello, delito o crimen no sólo nos degrada, sino que nos convierte en potenciales víctimas de los mismos abusos que pretendemos ignorar-, desgraciadamente no lo es. Eso sin contar algo que no deja de ser una triste verdad: ¡Y es que la naturaleza humana siempre es propensa a colaborar con el que se impone por la fuerza!

Sartori desgrana conceptos y razones muy oportunas, para arremeter contra un equívoco que cada día gana más adeptos: el multiculturalismo antipluralista. Y aquí hay que matizar, ya que el término multiculturalismo comienza a estar muy de moda en las tertulias y siempre se asocia a algo positivo (nos suele venir a la mente esos documentales españoles que nos conmueven o hacen reír cuando vemos a niños de todas las razas –algunos rescatados del infierno de sus países-, aprendiendo a convivir en las aulas con otros niños mas afortunados). Y no hay dudas de que esto es positivo, siempre y cuando la integración de identidades o culturas diversas se reconozcan e integren dentro de una comunidad de la que se sientan parte. El mejor ejemplo de esto (y a diferencia de Europa, que siempre ha exportado emigrantes y se enfrenta por primera vez a la situación opuesta), es el de los EE.UU., país que se formó a si mismo por la inmigración y fusión de culturas y etnias diferentes -el llamado melting pot o crisol de culturas-, y que en virtud de preservar identidades minoritarias o desfavorecidas -indios (nativos), negros, mexicanos, etc- ha tenido que hacer discriminaciones compensatorias. Por lo demás, es de sobra conocido el orgullo de los americanos de sentirse como tales, al margen de su raza u orígenes. Para Sartori, este multiculturalismo es positivo ya que se enmarca en una situación que existe y que el pluralismo la incorpora como tal a la sociedad, y donde lo más importante es que predomina la cohesión por encima de las diferencias. En cambio, no le parece positivo cuando se invierte esta ecuación y se crea un multiculturalismo artificial donde cada cuál exalta sus diferencias para obtener algo a cambio.

De esta forma, el autor llama la atención sobre algunos vicios de la izquierda de los EE. UU. que han terminado importándose a Europa. Y lo cierto es que ya sea por el grado de prosperidad de las sociedades democráticas o por los derechos alcanzados por sus ciudadanos, es muy frecuente ver como surgen grupos que, primero se erigen como “identidades desfavorecidas” –que pueden ser mujeres (agrupadas en movimientos feministas), homosexuales, enfermos de sida, etc-, para a continuación reivindicar un plus de derechos adicionales dentro de la sociedad. Por ello el autor se pregunta, ¿cuáles son las “diferencias importantes” para hacer esta selección? ¿Porqué estas diferencias y no otras? Está claro que las diferencias que cuentan son las que saben hacer ruido y se movilizan como grupos de presión con intereses particulares, apoyos políticos (a través de sus medios de comunicación) y fines electorales. Y si bien es cierto que hay situaciones en que la ley tiene que hacer concesiones para equilibrar situaciones precarias, esto siempre debe ser dentro de unos límites, ya que la protección de la ley viene de su generalidad y las discriminaciones que no sean justificadas por un criterio objetivo, son ofensivas para el resto de la sociedad. Por lo demás, es una verdad tan vieja como el mundo, que la máscara del victimismo o de los que se erigen en defensores de los “discriminados” suele ser la cueva de los demagogos.

Una última cuestión ligada al multiculturalismo que el autor no pasa por alto es el de la inmigración en Europa. No cabe duda de que cualquier inmigrante es un ser desvalido en todo el sentido de la palabra y que necesita de la protección de las leyes en el país que lo acoge para evitar situaciones tan injustas como frecuentes. Sin embargo, los inmigrantes no son una tribu homogénea como suele inferirse (mas bien todo lo contrario: es un grupo heterogéneo como pocos), y no sólo existen colonias de inmigrantes diferentes en sus hábitos y modos de integrarse, sino que también existen inmigrantes que ni siquiera se les puede asociar a colonias (ni tampoco aparecen en los documentales o reportajes que se dedican a esta temática) y se integran de la forma que pueden –con familia o sin ella- en el medio en que se desenvuelven. De todas formas, y como en cualquier grupo heterogéneo, existen todo tipo de reacciones y sentimientos ante la integración, y no es menos cierto que cualquiera que emigra a Europa, encuentra en el país que lo acoge no sólo unas costumbres diferentes, sino también unos valores cívicos y humanos superiores a los que conoce y en los que se ha formado, aunque a muchos les cueste aceptarlo y otros se resistan a asumirlos.

Sartori hace énfasis en esto para decirnos que el problema de la inmigración no se puede reducir a un discurso populista de buenas intenciones que convierta automáticamente al inmigrado en ciudadano dispensándole una ciudadanía, así como que es un error intentar integrar al inmigrante inintegrable (que el denomina contraciudadano): o sea al que aspira a la prosperidad material que le brinda la sociedad que lo acoge, pero desprecia su civilización, sus instituciones y sus valores. Aunque este planteamiento es de sentido común para cualquier inmigrante (no se puede aspirar a recibir sin dar nada a cambio, y esto comienza por el conocimiento y respeto de quién te acoge), el autor hace hincapié en que la dificultad de integración aumenta cuando el inmigrante pertenece a una cultura teocrática que no separa el estado civil del estado religioso y que identifica al ciudadano con el creyente. Es el caso de los musulmanes que reconocen la ciudadanía a pleno título sólo a los fieles, sujetos a la ley coránica, donde no sólo la mujer es un ser inferior, sino que son igualmente inferiores los infieles, es decir, todos aquellos que no comparten su religión. En cualquier caso, el autor apela por una política de inmigración responsable para la vertebración de la buena sociedad abierta y pluralista. Por demás, son conocidos los crecientes problemas de xenofobia que afronta la sociedad francesa (el voto del partido ultraderechista de Le Pen alcanza el 15%), así como los que defienden el derecho de la comunidad islámica en este país a preservar ritos tan primitivos como ofensivos a la dignidad humana -léase ablación del clítoris, la poligamia o el chador obligatorio en las mujeres-.

De todas formas, y aunque no sea objeto de análisis en este libro –que sólo se centra en las sociedades democráticas-, vale la pena recordar algo que está íntimamente vinculado al concepto de multiculturalismo: me refiero a la llamada y defendida “identidad cultural” de muchos de los países y comunidades que habitan en el planeta, y que suscita una especie de arrobo hechizante en las racionales sociedades occidentales. Y es que la reivindicación de la “identidad cultural” suele ser el mejor pretexto de los déspotas del Tercer Mundo que, en nombre de proteger los ‘valores’ de su cultura (entiéndase ideología), imponen a sus pueblos la censura y los mantienen en la ignorancia de lo que sucede en el mundo (y que complementan con una minuciosa desinformación), para evitar de esta forma la contaminación del ‘podrido y depravado mundo occidental’, con Estados Unidos a la cabeza. No hay que ser muy astuto para saber que detrás de la actitud de estos sátrapas lo único que se busca es disimular sus fracasos y perpetuar sus dictaduras. Tampoco hay que ser muy sagaz para saber que detrás del “lirismo tercermundista” que suscitan estas sociedades sometidas en las democracias occidentales se oculta, en el mejor de los casos, la indiferencia o el desprecio por sus habitantes, y en el peor, la connivencia con sus explotadores.

En cualquier caso, y a modo de conclusión del libro que reseñamos, es importante puntualizar que el pluralismo es vivir juntos en la diferencia –ya sea de razas, de culturas, de ideologías, creencias, etc-, pero con tolerancia, respeto e igualdad de derechos para todos, enriquecida por pertenencias múltiples pero cohesionada como sociedad. Y en este sentido el pluralismo y el multiculturalismo no tienen porque ser incompatibles. De hecho el multiculturalismo presupone, para que se manifieste, una sociedad abierta y democrática que crea en el valor del pluralismo, ya que en una sociedad cerrada el multiculturalismo sencillamente no existe. Ahora bien, cuando el multiculturalismo se dedica a fabricar y multiplicar las diferencias (haciéndolas visibles y revelantes) de grupos aislados en busca de privilegios, cuando se considera un valor, y un valor prioritario, el multiculturalismo se convierte en la antítesis del pluralismo y significa el desmembramiento de la comunidad pluralista en subgrupos de comunidades cerradas y homogéneas.

Al margen de estas conclusiones, vale la pena asomarse a las páginas de este valioso ensayo y aprender muchas cosas que exceden esta breve reseña. Asimismo, también para leer algunas verdades que muy pocos se atreven a decir con tanta claridad.


Juan José Ferro de Haz.
Publicado en la Revista hispano cubana, nº 11, 2001.

























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