JUAN JOSÉ FERRO DE HAZ
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07/2002

LA ISLA DEL DOCTOR CASTRO




Autor: Denis Rouseau y Corinne Cumerlato, Madrid, Planeta 2001.4


La isla del Dr. Castro, es a mi juicio el libro más valioso que sobre Cuba ha escrito un autor extranjero en la última década. Y la razón es muy sencilla: es el único que habla de los cubanos y de su realidad, precisamente en la década que Cuba ha padecido un desgarro sin precedentes y la miseria más espantosa que se recuerde. Pero antes de destacar algunos aspectos particulares de este libro, quiero puntualizar bien su carácter excepcional en relación a la obra precedente -literaria y cinematográfica- en los últimos diez años.

Y es que hasta donde he visto, leído u ojeado de la ingente producción cultural de creadores e intelectuales extranjeros que abordan el tema cubano, lo más notorio es el espeso silencio que se cierne sobre su realidad: ya sea porque se oculta tras la palabrería más densa en los libros, ya sea por la banalidad con que son recreadas desde el cine las situaciones dramáticas o simplemente porque la única realidad que se muestra es la más folclórica, como si se tratara de competir con una de esas postales o anuncios que promocionan el turismo en Cuba. Tampoco es menos cierto que la mayoría de estos intelectuales o creadores que abordan la realidad cubana han militado o militan en la izquierda. Y no deja de ser curiosa esta coincidencia, como si tras la caída del comunismo en Europa -con toda la putrefacción interna que dejaba al descubierto: crímenes, corrupción, enriquecimiento escandaloso de los jerarcas, ineficacia económica de un sistema absurdo e inefable miseria material, moral y espiritual de esos países-, estos señores que se dedican a la cultura y siguen siendo rehenes de su ideología, hubieran decidido por separado y desde su medio de expresión, hacer invisible la realidad cubana. Es decir, que si Cuba ayer era el mito propagandístico del paraíso y de la causa justa que representaba a la izquierda -la isla pequeña que resiste ante el poderoso gigante-, hoy, cuando se ha terminado la ficción y su realidad se desmorona cayéndose a trozos, ésta se recicla como material de cine o literatura. Pero no para mostrarle al mundo su podrida verdad, sino para falsear esta realidad y convertirla en obra de arte.

Por sólo coger algunos ejemplos al azar, es el caso de películas como Buena Vista Social Club, donde con el pretexto de mostrar ≥la buena música cubana≤, los músicos/protagonistas a la par que cantan son papagayos que repiten sin cesar las mismas mentiras que dice el régimen; o películas como Cosas que dejé en La Habana, donde los que huyen horrorizados del país, se convierten en defensores de la dignidad nacional y de los valores que imperaban en la prisión, mientras los familiares que los acogen en el exilio son seres desalmados o fanáticos apátridas. En el caso de los escritores sucede lo mismo, y quizás el más representativo de los libros sea ese mamotreto de 700 páginas Y Dios entró en La Habana, de Manuel Vázquez Montalbán, que tal parece escrito para levantar un muro de palabras ante aquella realidad sin decir nada. Otros libros escritos, han sido en el mejor de los casos un pálido reflejo de esa realidad -La hora final de Castro, de Andrés Oppenheimer-, pero en general, hay mas frivolidad o especulación que deseos de contar la simple verdad. Y esto es precisamente lo peor: que velar la realidad cubana con arte o con palabras se ha convertido en un rentable negocio para muchos...

Es por ello que del libro de Denis Rousseau y Corinne Cumerlato, lo primero que hay que destacar es la voluntad de contar la verdad de los cubanos y de su dramática realidad. Sin embargo, con estas buenas intenciones no basta y no menos meritoria es la previa labor de investigación que realizaron sus autores -ambos periodistas-, sobre todo siendo Cuba un país tan opaco y difícil de descifrar para quién se acerca desde afuera. Entre las bazas que jugaron a su favor y los propios autores son conscientes de ello, está el período que pasaron en Cuba, de 1996 a 1999. Es decir, llegaron en medio del clima de distensión que predominaba para favorecer la visita que realizaría el Papa en 1998 -el acontecimiento más importante de esa década en Cuba, cuyo viaje se había comenzado a preparar desde 1992-, que fue el mejor pretexto que encontró Fidel Castro para romper su previsible aislamiento a principios de la década y atraer inversores. Y asimismo como fueron testigos de la ‘puesta en escena de la visita del Papa’, asistieron al desmontaje de la mascarada, cuando se esfumó la distensión existente y nadie más volvió a hablar de la apertura que traería la visita para el pueblo cubano. A ello dedican un capítulo entero (cap. VI- La entrada en el búnker), donde narran con detalle el incremento de la represión con la aparición de leyes contra los periodistas independientes (conocida como ley mordaza) o de otras que ampliaban el campo de acción de la pena de muerte -en los dos años posteriores la proporción de los condenados supera en el doble a la de China y en cinco veces a los de EE. UU.-. Asimismo ocurrió con el conocido juicio del ‘grupo de los cuatro’ a puerta cerrada y la posterior condena, a pesar de la peticiones de clemencia. El incremento de la policía patrullando las calles también se hizo notar, así como la oleada de arrestos que se desató desde entonces hacia los disidentes. De todas estas medidas, la que mejor manifiesta el cambio de postura fue el endurecimiento del discurso político de cara al exterior, que fue muy elocuente con el cambio de ministro. Se acababa la época de la ambigüedad y de las risas de ‘Robertico’ Robaina y aparecía en escena su sustituto: ese loro triste y amaestrado que no para de chillar e injuriar a todos.

Como bien se propusieron los autores -explicado en el prólogo- y para rehuir de la teorización y la retórica, el libro está estructurado como una especie de cuadro cubista donde cada capítulo muestra un trozo de esa realidad fragmentada en mil pedazos, tal y cómo la percibimos. Y no por ello deja de ser una disección fiel y con muchísima información valiosa y actualizada de Cuba. Entre los capítulos, hay algunos dedicados a la realidad social en los que destaca la degradante situación después de treinta y ocho años de racionamiento; la pésima alimentación de una población desnutrida; los apagones interminables de hasta 20 horas consecutivas y la falta de transporte, de gas, de agua y de salubridad; la creciente prostitución del edén socialista convertido en paraíso sexual de todos los turistas; los reiterados e incansables intentos de escapar por mar, por aire o como sea a cualquier precio (ya sea pidiendo asilo en las embajadas o presentándose a la lotería de visados para los EE. UU.); las cifras estimadas de los que han fallecido en el mar; el envejecimiento del país y el notorio abandono de los ancianos y madres solteras que padecen la mayor pobreza; el incremento del alcoholismo, el consumo de drogas y del suicidio (con una de las tasas más altas de todo el mundo); el aumento del delito hacia los turistas a pesar de la pena capital impuesta; la creciente corrupción que impera a todos los niveles; la aparición de zonas francas para extranjeros, de holdings públicos que operan en dólares y de sectores privilegiados (el militar el que más).

Hay un capítulo entero dedicado a Fidel Castro (cap I), donde se hace una cronología de este miserable bufón sangriento, que hace reír y llorar con tanta facilidad... Su obsesión por el poder desde las edades mas tempranas -aparece traducida la carta que envío al presidente de los EE. UU. en 1940, pidiéndole un billete de diez dólares y ofreciéndole a cambio las minas más grandes de Cuba-; su descomunal ego que nunca ha abandonado, y donde todas sus energías han estado destinadas al propósito de convertirse en una de las figuras más notorias de la escena internacional; su absoluta falta de remordimientos o sentimiento de culpa tan presente en toda su trayectoria. También aparece en su faceta de cabecilla e instigador del terrorismo latinoamericano y sus acostumbradas amenazas e insultos cuando algún país no se doblega a su designio. Su preferencia por los periodistas que no residen en Cuba; su calculado papel de anfitrión de los empresarios de segunda, de cualquier personalidad o intelectual que se convierta después en portavoz de sus encantos o defensor de su régimen (esto ya lo había hecho la URSS con Sartre en los años 30). Las grandes mentiras e hipocresías tan palpables desde sus primeros discursos hasta la fecha. O lo que nunca falta, su insoportable versatilidad: el comandante/intelectual o bodeguero o meteorólogo o deportista o diputado o economista o guerrillero o predicador o jefe de policía o investigador científico o redactor del periódico o gerente de hotel o ejemplar monaguillo o líder tercermundista o apologista del terrorismo o comprometido pacifista o criminal sin fronteras o payaso con botas...

La estructura totalitaria del régimen se describe minuciosamente en un apartado (cap. II). Desde la organización en cada cuadra o manzana de los CDR -que suman 120.000 en todo el país y al que pertenecen ocho millones de cubanos-, y el papel que desempeñan en las gigantes movilizaciones masivas (simulación del consenso) o en la vigilancia, el espionaje y la delación de cualquier actitud sospechosa. También su participación en las tareas cívicas -colecta de materiales, donaciones de sangre, campañas de vacunación y trabajos voluntarios- y en la represión u organización de actos de repudio para castigar a los disidentes. (Esta aséptica frase –‘actos de repudio’- me recordará siempre unas grotescas y aterradoras escenas presenciadas en mi barrio durante el Mariel, hacia personas que se saludaba a diario con la mejor de las sonrisas). Asimismo forma parte de la naturaleza militarista de este régimen la psicosis de guerra contra la amenaza inminente del enemigo y la defensa de la patria (que fingida o no llega a formar parte del paisaje habitual y de la ‘neura’ de mucha gente), que no deja de alimentarse constantemente: con las movilizaciones permanentes de la población (los llamados días de la defensa), las excavaciones de túneles y refugios o cualquier pretexto que se preste para la ocasión. Igualmente se describe la especialización del sector militar en todas sus ramificaciones: desde las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR); las Milicias de Tropas Territoriales (MTT): verdaderos ejércitos paramilitares conformados por obreros de élite y militantes comunistas a las órdenes de la Seguridad del Estado y encargados de la represión; el temido Ministerio del Interior (MININT) y su división por departamentos para espiar y controlar cada sector: el ideológico, las organizaciones religiosas, los escritores y artistas, la disidencia o los periodistas extranjeros. A propósito de este apartado y por conocerlo bien, los autores nos dan una jugosa descripción de cómo funciona el sector de los medios de comunicación, la sumisión de muchos de los profesionales extranjeros que actúan como corresponsales (esos reportajes que leemos en la prensa de por acá y que supuestamente los hacen periodistas independientes), las amonestaciones o el despido de los que infringen cualquier normativa, el chantaje que tienen que soportar los que se han establecido en Cuba o las presiones para que actúen como informantes dentro de su propio medio.

No menos dramático es el capítulo dedicado a la Iglesia Católica (cap. VIII), que después de haber soportado durante años la exclusión y el acoso por parte del régimen, y que guardan recuerdos amargos de otros tiempos en que declarar su fe en público no estaba bien visto, ahora han asumido la tarea de reeducar a los nuevos y raros fieles que se acercan a sus parroquias, cuya ética y concepciones no deja de causar malestar y difieren tanto de la moral cristiana. También es muy comprensible que se haga difícil tener que confiar en la súbita conversión de algunos vecinos que en el pasado los han hostigado y continúan asumiendo importantes responsabilidades en el partido. De las misiones que realiza la Iglesia, una de las que más conmueve leer son las que llevan a cabo las organizaciones católicas de ayuda humanitaria que asisten a muchos ancianos en cada barrio y donde cada parroquia ha montado una pequeña farmacia y un comedor para las personas de edad. En este sentido se menciona el ejemplo de algunos misioneros españoles que han dignificado la vida de personas solas o abandonadas y donde las salas de muchas iglesias se han convertido en verdaderos hogares de ancianos. Asimismo hay que decir que esta ayuda humanitaria de la que depende la Iglesia en su mayoría proviene de EE. UU., Canadá, Italia, Alemania y España -22 millones de dólares ha recibido Cáritas Cuba en los últimos cinco años-, a pesar de que el estado no permite a ninguna organización distribuir la ayuda directamente, lo que ha provocado la deserción de alguna ONG destinada a estas labores (también se sabe que una parte de la ayuda va a parar a las instituciones del gobierno y otra al mercado negro). Otro de los aspectos que ha traído polémicas es la decepción en el seno de la Iglesia cubana tras la visita del Papa, donde las bases no sólo se sienten estafadas por la utilización que se hizo de la misma para hacer campaña de cara al exterior, sino que denuncian la cobardía de la jerarquía católica que por temor a los problemas que pueda causarle o a perder los privilegios de que gozan son incapaces de plantarle cara al gobierno o de apoyar a los disidentes. De hecho, los obispos católicos comprometidos políticamente han padecido marginación y algunos de los representantes más destacados de la oposición han salido de las propias filas de la Iglesia.

También la realidad económica cubana es abordada con rigor y amplitud (cap. V), y esta es otra virtud del libro ya que nunca se habla de ella, como si un país pudiera vivir, alimentarse y prosperar con la incansable palabrería política de sus dirigentes, escuchando las arengas interminables de un caudillo o marchando sumisamente a sus órdenes. Y no exagero si digo que este es mi capítulo preferido, ya que argumenta mejor que cualquier otro el propio título que lleva el libro. Así los autores comienzan este capítulo haciendo breve resumen desde 1986 cuando el gobierno cubano renunció a pagar su deuda externa -11.000 millones de dólares- y de esta forma quedó excluido de la comunidad financiera sin poder acceder a los préstamos del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional (FMI), que financian a los países en desarrollo. También es conocido que hasta 1989 Cuba vivió de los subsidios de la URSS por los inconfesables servicios que prestaba a su causa, y que hoy Rusia le reclama una deuda pendiente de pagar que asciende a más de 22.000 millones de rublos transferibles (unos 25.000 millones de dólares en la actualidad). A pesar de esto, y de la espantosa crisis que sacudió al país tras 1989 -que sin dejar de padecer los estragos, muchos la vivimos con euforia en sus comienzos pensando que había llegado el final-, Cuba no ha dejado de recibir ni cuantiosas subvenciones y ayudas, ni infinitos créditos de los presupuestos de la Unión Europea como entidad, ni de cada uno de todos los países que la integran, que en desaforada competencia entre ellos, se han lanzado a invertir en la isla aprovechando la ausencia de competencia norteamericana. Asimismo lo han hecho Canadá y otros países de este continente. De todas formas, el gobierno cubano no ha parado de endeudarse en la última década con sus nuevos acreedores: los Estados y bancos internacionales (la deuda cubana es de las más elevadas de América Latina). También desde 1998, Cuba ha intentado restablecer el diálogo con las entidades financieras internacionales, reconocer la deuda que había dejado de pagar y renegociarla para obtener nuevos créditos, a pesar de que está considerada como “país de alto riesgo” para los inversionistas. Es por ello, que el único recurso que tiene es el endeudamiento a corto plazo -máximo 24 meses- con tasas muy altas de interés; y toda su política económica se reduce al regateo con los acreedores para obtener generosos plazos o la renegociación de las deudas para aplazar lo que no paga, como ha hecho con Francia y España. El dato más elocuente de hasta donde se ha empobrecido el país en la última década, es precisamente lo que el gobierno vendía como logro al final de la misma: después de frenar la caída en picado, haber comenzado a recuperarse económicamente (se ha alcanzado el 15% del PIB de 1989)... Es decir, son infinitamente más pobres que hace diez años, pero se ufanan de un crecimiento vegetativo. Esto sin contar que de los ingresos anuales disponibles -aprox. 3.000 millones de dólares-, la mitad procede de la caridad internacional: unos 500 millones provienen de las instituciones humanitarias, y 1.000 millones de las remesas del exilio. Y esta es una de las realidades más sangrantes que casi siempre se ignora o se menciona a medias, como lo demuestran los autores. No sólo porque es una paradoja que los que han tenido que irse y empezar de cero en otro país sean benefactores de su verdugo -pagándole un ‘impuesto revolucionario’ que viene a ser la principal fuente de sus ingresos y la tercera parte del total- para mantener a sus familiares, que de no recibir este dinero, morirían de hambre o vivirían en la más espantosa indigencia; sino porque es un contrasentido vivir a expensas del trabajo, el sudor y el esfuerzo de otros. Y esto sucede desde hace mucho tiempo e importa poco si los que viven de esta ayuda o se benefician de ella, gritan consignas o no, fingen o dejan de fingir o se hacen los idiotas para no darse por enterados de la ayuda: la perversión moral es evidente, aunque nadie le dé la espalda a sus familiares, lo cual es muy lógico.

De todas formas, lo más interesante a señalar en este capítulo es que si la desaforada competencia de todos los que se han lanzado a invertir desde 1989 ya parece una competencia de aves carroñeras que se lanzan sobre la inmundicia y los despojos de los cadáveres para alimentarse, el capitalismo de estado cubano que se ha creado desde esta fecha no desmerece la imagen. Es decir, lo que ha hecho Fidel Castro desde que perdió la subvención soviética ha sido atraer a los inversionistas que estén dispuestos a pactar con su régimen y la propia visita del Papa formaba parte de esta estrategia. Así, tanto a los gobiernos como a los empresarios les ofrece algunas migajas de su latifundio para que puedan invertir, a condición de que cierren la boca y financien su dictadura... Por lo demás, el sistema de explotación es muy sencillo: el gobierno ha creado sus propias sociedades de reclutamiento de mano de obra -militantes de la juventud o los más fieles (otra forma de premiar la sumisión), que pueden hacer de informantes si fuera necesario-, y esta es la que ofrece al patrono extranjero, que paga cerca de 450 dólares al mes por asalariado cubano. De este estipendio, el obrero recibe unos 15 dólares como promedio, que si bien es un sueldo superior a la media de los cubanos (aparte de lo que se le pegue), no alcanza el 5% del valor total que se paga. En realidad, estos contratos leoninos, contravienen todos los reglamentos y derechos más elementales establecidos en las Organizaciones Internacionales del Trabajo, aunque nadie hable de ello. De esta forma, el capitalismo de estado cubano no tiene escrúpulos al explotar su mano de obra, y los hombres de negocio, que tampoco tienen escrúpulos en pactar con un régimen esclavista, también ganan: sin riesgo alguno de huelga, con una mano de obra dócil, preparada, barata y un derecho de despido ilimitado, pasan a ser los patrones absolutos. Patrones absolutos por debajo del amo, claro está, que para ello se asegura la participación mayoritaria del pastel que ha decidido compartir con sus invitados. Ante cualquier disputa, impago, contravención del contrato o de los compromisos adquiridos, los que se tendrán que marchar serán ellos. Y son muchos los empresarios que ya han salido de la isla lamiéndose sus heridas (y en este capítulo hay ejemplos de los ‘zarpazos’ que ha recibido más de uno). Fidel Castro seguirá siendo el dueño absoluto de su patrimonio y el que hace la Ley -lo que sucede desde 1959-, y siempre encontrará aves carroñeras dispuestas a picotear de sus migajas. Con la misma lógica, se han creado empresas cubanas intermediarias que operan en dólares y buscan patronos por el mundo que estén interesados en explotar la mano de obra que ellos ofrecen. Esto sucede en varios sectores -construcción, deportes, turismo- y los contratos se pueden firmar en cualquier país de los cuatro continentes. Hasta allí viajarán los obreros, deportistas o entrenadores cubanos, aunque a ellos no les esté permitido decidir nada: ni el por ciento de lo pactado, ni el país en que prefieren trabajar... Son esclavos profesionales, y en ningún lugar se desprecia fácilmente tan selecta mano de obra.

Es por todo lo citado anteriormente, que se hace difícil compartir la opinión de los autores en el capítulo en que hablan de ‘la responsabilidad de EE. UU.’ (así se llama el cap. IX). Y lo más curioso es que su razonamiento se rebate fácilmente con toda la información y argumentos que ofrecen en capítulos anteriores. La tesis fundamental es que EE. UU. tiene responsabilidad por el embargo y debiera levantarlo (el ‘criminal bloqueo’, según la jerga comunista), que por lo demás es uno de los latiguillos más repetidos por la demagogia victimista del régimen. Pero como ellos mismos apuntan y es cierto, en las tiendas de dólares cubanas no faltan los productos norteamericanos, que llegan a través de terceros países; ni productos de los países europeos o del resto de América, que comercian abiertamente con el gobierno. Tampoco es justificación la presión de todos los grupos antiembargo -que son muchísimos en EE. UU.-, ni la condena del Papa, ni la de los pastores protestantes (que como bien señalan, es un reconocido gremio procastrista), ni la propia argumentación de los autores que como Cuba ya ha dejado de ser una amenaza para los EE.UU, no tiene sentido mantener esta postura hacia Fidel Castro. También para condenar el embargo y justificar la responsabilidad de EE.UU., hay omisiones y exclusiones difíciles de explicar durante los años 1959 y 1960, precisamente los más drásticos, represivos y sangrientos (algo que es muy fácil de consultar en las hemerotecas, sin tener que acudir a la infinidad de testimonios o valiosos libros que se han escrito). Y lo mismo sucede en este capítulo con la perspectiva histórica que se enuncia sobre el ‘anexionismo americano’ o el ‘colonialismo español’ en el siglo pasado. La realidad de ese siglo es mucho más compleja que la historia mentirosa que machaca el régimen.

Sin embargo, lo más condenable de este capítulo es adoptar el propio lenguaje del déspota cubano para referirse a los ‘anticastristas radicales’, por ser los únicos que apoyan el embargo. Y esta es justamente la cara opuesta de los negocios, las risotadas o la complacencia internacional con Fidel Castro y su régimen: convertir a sus víctimas que desde hace cuatro décadas padecen un exilio feroz en “radicales” (sobre todo a los exiliados antiguos), condenarlos al ostracismo y negarles su verdad que tan incómoda resulta para todos los que aún tratan o defienden a este gobierno. Tampoco es necesario entrar en las razones que esgrimen los autores sobre el “ala radical” u otras facciones del exilio cubano (moderados, intransigentes, dialogueros, etc), que es lo propio de las sociedades libres donde cada cual expresa su opinión y defiende una postura. Es obvio que según esta lógica orwelliana impuesta por el castrismo, los radicales son los que han tenido que huir de su país (muchos después de ser machacados o tener que esperar muchísimos años) y se atreven a levantar la voz a favor del embargo; mientras ellos son los moderados, los timoratos que llevan 43 años de dictadura totalitaria sin celebrar elecciones y cargan a sus espaldas cerca de 20.000 crímenes (Pinochet ejecutó a 4.000, que ya son muchos, y tuvo la condena unánime de la comunidad internacional). En realidad, este calificativo de radical yo lo estoy escuchando desde pequeño hacia las contadas personas que se atrevían a decir la verdad en Cuba en medio del mutismo imperante y eran ‘casi apestados’ que se evitaban o ninguneaban en la propia familia; también hoy recuerdo a algunas de estas personas como las más valientes, honestas y generosas de aquella época. En el fondo hay que darles la razón a los que condenan el embargo: para una dictadura que vive instalada en la mentira, el robo, el terror y el crimen desde el primer día, decir la verdad es una forma de ser radical y no entrar en su juego... Ni desde dentro, ni desde fuera.

Aunque no deja de resultar sorprendente que gran parte de Europa y América financien al régimen cubano y sea EE. UU quién tenga responsabilidad por el embargo, intentemos aclarar el asunto. Supongamos que mañana se levanta el embargo y que todas las empresas de EE.UU. puedan hacer lo mismo que las europeas o americanas, es decir ponerse a disposición del Fidel Castro para negociar. ¿Qué se ganaría? ¿Cuál es la diferencia? ¿Ver si EE. UU. ofrece mejores créditos que los que ofrecen Canadá o España o Francia o Italia? ¿O con unos plazos más generosos? ¿Ver si los productos o servicios que ofrecen los norteamericanos son más baratos? ¿Pedirle más por la magnífica mano que ponen a su disposición? ¿Para qué? Para que Fidel Castro tenga más crédito aún del que dispone, para garantizar la suplencia de algún gobierno que se canse de soportar sus insultos o impagos, para que pueda ser más exigente con los inversionistas que se ponen a su disposición (ya lo ha comenzado a ser sin la cooperación de los créditos norteamericanos) y que ni siquiera se contemple la posibilidad del embargo como una postura moral ante la dictadura más antigua del continente. Creo que todas estas preguntas ya están sobradamente respondidas en los párrafos anteriores. Por lo demás, es precisamente la actitud de EE. UU. frente al embargo la única digna y que merece respeto, a pesar de la infame campaña de descrédito que ha padecido desde Europa y América, y desde todos los sectores que invierten en el gobierno esclavista de La Habana; que es a lo mismo que aspiran todos los grupos antiembargo que presionan desde EE. UU. y se han quedado ‘fuera del pastel’ (salvo cuando lo hacen por razones ideológicas). Y aquí vale la pena decir algo que nunca está de más: confundir las ayudas a un pueblo con el apoyo explícito al régimen que lo explota es de necios o hipócritas. Por supuesto que cualquier ayuda será poca para los que padecen las calamidades de una espantosa miseria o para los que se enfrentan valerosamente al régimen (algunos desde estas páginas de la Revista). Asimismo, cualquier ayuda será poca para todas las organizaciones de ayuda humanitaria que con tan nobles propósitos se entregan a los más necesitados (a pesar del saqueo del gobierno interviniendo en su distribución); y también para los que empeñándolo todo y jugándose el pellejo huyen de tan ominosa dictadura. Al fin y al cabo, aunque empiecen desde cero en el país más remoto, tarde o temprano también ayudarán a los que dejaron atrás, a los que se han quedado cuidando a algún viejo, a los que les sea imposible emigrar, o a los que simplemente no quieran abandonar su país. Pero estas ayudas no van a llegar porque se suprima el embargo, ni porque se pacten más negocios con el régimen. Estas ayudas desde siempre han llegado y seguirán llegando y son independientes de lo que decida invertir cada gobierno en la isla o de lo que hagan los empresarios por su cuenta.

Y vale la pena desmentir una falacia repetida hasta la saciedad (también en este libro): eso de que está demostrado que el embargo no ha dado resultado como política de presión desde hace 40 años. Y es que es imposible que de resultado si no existe un embargo real, como bien señalan los autores cuando mencionan el abastecimiento de las tiendas de dólares o los infinitos créditos y ayudas. Tampoco es válido este argumento antes de 1989, cuando Cuba vivía subvencionada y era un satélite de los rusos. En cambio, el embargo sí ha funcionado perfectamente cuando se ha tenido voluntad y deseos para aplicarlo. Es lo que hicieron todos los países democráticos con el gobierno de Sudáfrica para que aboliera el oprobioso apartheid y se desmantelara el régimen segregacionista imperante. Gracias a ello, Sudáfrica se convirtió en un país democrático y Nelson Mandela en su primer presidente negro. Por lo demás, las ayudas pueden soliviantar las penurias existentes, pero ningún país del mundo puede aspirar a desarrollarse viviendo de la mendicidad internacional y de la inclemente explotación que se promociona desde La Habana con la connivencia de todos. Tampoco puede aspirar a desarrollarse un país cuyo modelo económico niega la economía de mercado y la propiedad privada -base de cualquier economía que aspire a desarrollarse-, y reivindica la economía planificada y la propiedad estatal como modelo superior de organización. La única vía de acceder al desarrollo y a la justicia es la apertura real a la democracia, con pluralidad política, libertad de expresión, legalidad independiente y garantías jurídicas para sus ciudadanos, respeto a la propiedad y libertad de comercio que incentive la iniciativa privada, la creación de riquezas y la prosperidad para todos. Sin estas condiciones, cualquier eventual apertura es una mascarada que está condenada al fracaso y a perpetuar la dictadura. Y eso es precisamente lo que ha pasado durante la última década, cuyos indicios se muestran de forma inequívoca en este libro. Es decir, la entrada en el búnker que se señala en el capítulo VI, no está divorciada de lo que se describe en el apartado de la economía y vale la pena leer: asfixia de los cuentapropistas cubanos, prioridad de unos inversionistas sobre otros, prioridad de unos contratos sobre otros, prioridad de créditos e inversiones a largo plazo, etc... Era evidente de que ya había pasado lo peor y Fidel Castro comenzaba a recuperar todo el terreno perdido.

Al margen de las discrepancias con los autores, La isla del Dr. Castro es un libro que recomiendo leer a todo el que se quiera acercar a la realidad cubana y que como decía al comienzo, reúne no pocas cualidades que lo distinguen del resto de la obra precedente: desde la honradez intelectual y la muchísima información valiosa que contiene (imposible de abarcar en este artículo), hasta el acierto y rigor de casi todos los temas tratados. También es acertadísimo su título, no sólo en su sentido literal, sino en la inconfesada alegoría que nos evoca la célebre novela de H.G. Wells -La isla del Dr. Moreau-: aquella isla poblada por seres viviseccionados, de miradas vacías, desafiantes o esquivas y cerebros atrofiados e inoculados por una rara deificación hacia el malvado Dr., que se empeñaba a toda costa en triunfar con sus experimentos y crear nuevas especies...

De todas formas los turistas no tienen nada que temer. Para ellos Cuba seguirá siendo ese paraíso azul que nos muestran las postales: con palmeras, sol, arena y endiabladas mulatas que prometen una estancia feliz y sensaciones inolvidables.


Juan José Ferro de Haz.
Publicado en la Revista hispano cubana, nº 13, 2002.



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